Every morning and every night, Doña Amalia prays for her two grandchildren. “It’s as if they were dead,” she said. “We knew nothing. Nothing.” Credit: Devyn Galindo for Reveal
En el quinto piso del edificio federal de vidrio en Portland, Oregón, está la corte de inmigración en sesión. Adentro, se escuchan los susurros y el movimiento inquieto de unos doce niños y adolescentes. Están sentados al fondo de la corte con la mirada dirigida hacia la banca elevada del juez de inmigración.
Arriba del juez, en la pared, está un gran sello del Departamento de Justicia. A cada uno de sus lados, hay ventanas gigantes por donde se puede entrever la ciudad. En una mesa, la abogada que representa al Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), mira al juez. En la mesa opuesta, cada diez minutos, aproximadamente, otra u otro cliente –un menor de edad–, se acerca a la mesa y se prepara para enfrentar el peso de la ley del sistema migratorio estadounidense. Ninguno de estos niños o adolescentes viene acompañado de un pariente adulto. El gobierno les ha asignado un abogado para que los acompañe durante los diez minutos que, por lo general, tardan estas audiencias. Algunas veces un mismo abogado representa a varios de los clientes sentados en una misma fila. Vista desde afuera, la escena no pareciera una de vida o muerte. Sin embargo, cada decisión tomada por esta corte, define el futuro, o la falta de uno, de cada uno de estos menores.
En esta tarde fría de enero, he venido específicamente a ver a una niña.
La niña, ahora de 17 años, ha permanecido bajo la custodia del sistema migratorio estadounidense desde que tiene 10 años. Fue separada de su familia desde el momento en que se presentó en la frontera buscando asilo a finales del 2013. Desde ese entonces, ha sido llevada de un albergue a otro y a varias casas de acogida en diversas partes del país; de Oregón a Massachusetts, de Massachusetts a Texas, de Texas a Florida, de Florida de regreso a Texas, y de Texas de nuevo a Oregón, es el trayecto que he logrado mapear.
Ella se ha convertido en residente de largo plazo de un proceso que debió haber sido corto. Mientras la veo, ahí sentada, me pregunto si durante todo este tiempo ella ha podido tener amigos por más de un par de meses, o si ha logrado estudiar, o si ha aprendido inglés. ¿Cuándo habrá sido la última vez que sintió el abrazo de algún ser que la ama?
Lo que sí sé, es que después de todos estos años, ella quiere su salida. Hoy vino a corte para tratar de auto deportarse del país.
Su caso es el primero. Viste una blusa con ribetes de encaje y su cabellera la lleva peinada hacia atrás. La niña se levanta de la segunda fila y tímidamente camina hacia la mesa del demandado. Se sienta junto a su abogada y se coloca los audífonos para poder escuchar a un intérprete que espera le ayude a entender lo que sucederá en corte. Pareciera emocionarse.
El Juez Richard M. Zanfardino lee su nombre.
“Sí”, afirma ella. “Sí”.
El juez señala que la carta de su defensora de menores, quien ha sido designada por el gobierno para velar por el mejor interés de la niña, apoya la solicitud de salida voluntaria de Estados Unidos de la niña, pero a la petición le añade cuatro recomendaciones. El juez no las lee todas, pero sí hace mención de una en particular. En la carta, la defensora solicita 60 días de suministro de medicamentos para la niña, ya que la póliza de ICE es proveerle únicamente 30 días de medicamentos a personas con alguna condición médica bajo proceso de deportación.
La abogada de ICE pide tiempo para considerar las recomendaciones. Pero la abogada de la niña, Caryn Crosthwait, dice que su cliente quiere irse lo más pronto posible y rechaza cualquier propuesta que extienda su solicitud de salida.
El Juez Zanfardino indica que no puede ordenarle a ICE extenderle a la niña el suministro de medicamentos a 60 días. Él sólo puede sugerirle a la agencia mejorar su esfuerzo, lo cual es cierto. Los jueces de inmigración no tienen la misma autonomía que tienen los jueces de cortes penales o civiles. Pueden administrar juramentos e interrogar a testigos, pero no pueden ordenarles a las autoridades de inmigración tomar algún tipo de acción en particular. El número de días que se le suministren medicamentos a la niña, es estrictamente decisión de ICE.
La audiencia duró unos 20 minutos, aproximadamente. Al final, el Juez Zanfardino aprobó su solicitud.
“Se te concede la salida voluntaria solicitada por tu abogada”, dice el juez.
A la niña se le ve sonreír de oreja a oreja. Está muy feliz. Se levanta y se vuelve hacia las dos filas detrás de ella donde los otros menores esperan su turno. Luego sale de la sala de audiencia para hablar con su abogada.
Pero hay algo que la niña no sabe y de lo cual me acabo de enterar. Ella aún tiene familia en Estados Unidos y ellos la quieren en casa. Es muy improbable que hoy me permitan hablar con la niña, pero su familia me ha entregado un mensaje y unos papeles para ella por si acaso logro hablarle hoy. Una hora después, en el lobby de los elevadores, encuentro el momento para entregárselos a pesar de que su chaperona la aleja de mí.
“Tené”, le digo. Y ella los agarra.
Entre los papeles hay una fotografía de sus familiares a quienes ella no ve desde hace seis años. Se detiene, perpleja.
“Son ellas”, le dice a su chaperona. Son ellas, su familia.
Me ve con asombro. Su mirada pide alguna explicación que le brinde sentido a este momento para ella imposible de creer. La última vez que ella vio a sus parientes fue en el 2013, antes de que el gobierno la clasificara a ella, y a su hermano, como menores no acompañados. En menos de año y medio, por razones que aún no logro dilucidar, los separaron. Muy pocas veces se ha logrado comunicar con él por teléfono y además perdió contacto con el resto de los familiares que aparecen en la foto que le di. Las mujeres que la criaron me cuentan que a ellas nunca se les informó sobre la separación de los hermanos.
La niña con quien me encontré en corte ese día es una de un número desconocido de niños que han simplemente desaparecido dentro del sistema migratorio estadounidense –específicamente dentro de la Oficina de Reasentamiento de Refugiados, ORR por sus siglas en inglés, la agencia federal encargada del cuidado y reunificación de menores no acompañados. He tratado de obtener esa cifra a través de varias solicitudes de registros, pero todas han sido obstruidas. Reveal, del Center for Investigative Reporting está en estos momentos demandando al gobierno de Estados Unidos bajo la Ley de Libertad de Información por ello. En mis conversaciones con abogados y personal actual y anterior del albergue, un reporte del Procurador General de California, y una lista parcial de la ORR, he encontrado evidencia de que al menos siete niños estuvieron dentro del sistema por lo menos dos años –mucho más tiempo que los dos o tres meses que el director de la ORR le ha dicho al Congreso es la duración de estadía promedio. Esa lista parcial obtenida de la ORR a través de una demanda de registros públicos presentada por Reveal, reporta que un niño estuvo detenido durante más de tres años. Asimismo, una declaración escrita por una niña en una demanda federal, corrobora que ella estuvo dentro del sistema durante cuatro años. Y la lista de la ORR indica que otro niño estuvo retenido dentro del sistema cinco años antes de ser puesto en libertad.
Existen leyes, reglamentos y acuerdos legales que en teoría deberían de servir para prevenir situaciones como estas. Pero a través de mi labor investigativa he concluido que el gobierno, a través de la ORR, puede en realidad hacer lo que quiera. Puede quitarle un niño a un familiar sin ofrecer explicación alguna. Y puede detener a una niña indefinidamente.
Salvo el conocimiento que tienen algunos administradores y abogados del caso de esta niña, su historia pudiese haber pasado desapercibida si no fuese porque hace unos meses encontré fragmentos de información: una niña de Honduras había estado en el sistema seis años, más que cualquier otro caso de los que yo conocía. A parte de su nombre completo, y nombre del lugar donde creció en Honduras, yo no tenía ninguna otra información. Pero me dijeron que en algún momento ella había mencionado el primer nombre de una tía que la crio.
Yo ya sabía que uno de los reglamentos de la ORR es no hablar con reporteros sobre casos particulares de menores, y por eso no perdí tiempo en hacerlo. Me propuse en vez yo misma buscar a la tía para ver si ella podría ayudarme a esclarecer la historia de esta niña. Hice cientos de búsquedas de mujeres en Facebook localizadas en Honduras, después en México, y luego en Estados Unidos. Pero la tía tenía un nombre muy común y no encontré pista alguna. Busqué, entonces, a personas que tuvieran el mismo apellido de la niña y que vivieran en el mismo pueblo donde ella creció. Finalmente encontré a un pariente lejano que se acordaba de una niña que se había ido a Estados Unidos y que supo, desapareció. Y esa persona conocía a la tía.
He encontrado evidencia de que al menos siete niños estuvieron en el sistema por lo menos dos años.
Resulta que la tía no estaba en Honduras. Vivía en un área rural de Carolina del Norte. Me conecté con ella por teléfono. Me dijo que ella era la patrocinadora de la niña; que en el 2013 ella había reunido y presentado todos los documentos para reunificar a la familia y hacerse cargo legal de la niña y de su hermano. Pero a ella nunca le dieron los niños. No supo por qué. De repente, año y medio después, ella ya no pudo comunicarse con ellos. Nadie le contestaba el teléfono al que usualmente llamaba, el cual, según ella, era de la trabajadora social o administradora del caso de los niños. Tampoco la volvieron a llamar de ese número.
Todos estos años la niña no supo lo qué había sucedido con su familia. Y la familia tampoco supo lo que había sucedido con ella.
Ahora puedo entender por qué la niña había elegido la auto deportación, conocida también como “salida voluntaria”. Puedo ver cómo la expectativa de reunirse con su familia para ella se desvaneció y se convirtió en enojo y desesperanza. Puedo ver por qué ella escogería la libertad –cualquier tipo de libertad– después de estar detenida bajo custodia federal por casi la mitad de su vida.
Nadie de la ORR, ningún administrador de casos, defensor de menores, o abogado, le había dado información a la familia sobre su audiencia en la corte, ni de su deseo de auto deportarse. Su familia se enteró a través de mí, y yo apenas logré enterarme un día antes de la fecha de la audiencia, unas seis semanas después de haberme conectado con la tía.
Katharine Gordon, una abogada de inmigración que trabajó como defensora de menores entre el 2015 y el 2017, me dijo que era usual que a los padres biológicos se les informara sobre la decisión de una hija o hijo de auto deportarse. Pero no estaba claro si la ORR también tenía la obligación de informarles a parientes patrocinadores que no fueran los padres biológicos, como la tía de la niña, sobre estas decisiones.
Por su temor a presentarse en la corte de inmigración, y más por su desconfianza de los agentes gubernamentales, trabajadores sociales y abogados, la familia puso sus esperanzas en mi labor investigativa, esperando a que me condujera a la niña. Me dieron un mensaje para ella por si acaso yo encontraba la oportunidad de entregárselo: que la extrañaban. Que esperaban poder verse de nuevo muy pronto. Y que no firmara ningún papel de deportación porque la querían –no de regreso en su pueblo en Honduras, sino con ellos, en Carolina del Norte.
Estaban aterrorizados ante la idea de lo que le podría suceder en caso de que ella regresara a Honduras.
Pueda que el mensaje haya llegado demasiado tarde. El Juez Zanfardino acababa de concederle la solicitud de salida voluntaria a la niña. Ahora ella tenía, por ley, que salir pronto a un lugar que ella apenas conoce –a más tardar el 15 de mayo del 2020, así lo dictaminó el Juez.
ICE podría colocarla hoy mismo en un avión, o si no hoy, talvez la próxima semana.
Todas las mañanas y todas las noches, Doña Amalia reza por sus dos nietos. “Es como si estuvieran muertos”, dice ella. “No sabíamos nada. Nada”. (FOTOGRAFÍA: Devyn Galindo para Reveal)
Durante las semanas previas a la audiencia de la niña, mis conversaciones telefónicas con la tía fueron muy emotivas. Parte era por la confusión. ¿Cómo era posible que yo, una extraña, tuviera información de la niña que ella crio? Por otra parte, percibí mucha tristeza.
Me contó cómo Doña Amalia, la abuela de los niños y matriarca de la familia, había rezado todos los días de todos estos largos años por la seguridad de sus nietos y por saber qué es lo que había sucedido con ellos. Comenzó a contarme los motivos por los cuales la familia había salido de Honduras. Y esa historia comienza con Santos, uno de sus hijos.
Como otros miembros de la familia, Santos cruzó varias fronteras hacia Estados Unidos en repetidas ocasiones, cuando todavía era fácil pasar sin ser detectado a finales de los 90 y principios de los 2000. De adolescente, hasta entrado en sus veintes, trabajó pintando casas en Carolina del Norte, desde donde le mandaba dinero a su familia en Honduras.
Para el 2005, Santos había encontrado un trabajo mucho más lucrativo que el de pintar casas: traficar cocaína. En el 2006, fue sentenciado a prisión en Carolina del Norte por tráfico de drogas. En el 2012, cuando acababa de cumplir sus 35 años de edad, fue deportado a Honduras. En su pueblo le dieron la bienvenida y ahí se reconectó con su prima, la niña a quien él había conocido cuando ella aún era una bebé. También conoció a su otro primo, el hermano de la niña, por primera vez.
Para entonces, la niña ya se había convertido en una niña muy lista y curiosa. Disfrutaba de las faenas diarias y ayudaba a los demás. Los miembros de su familia la recuerdan como una niña muy cariñosa.
La tía describe esos tiempos como los más felices de su vida. Su hijo había finalmente regresado a casa y esa primavera celebraron juntos el Día de las Madres.
Una semana después lo mataron.
Honduras –un país más pequeño que el estado de Luisiana– tenía en el 2012 la tasa de homicidios más alta del mundo. Santos fue una de las más de 7,000 personas asesinadas ese año. Lo balearon mientras manejaba el camión que usaba para su creciente negocio de transporte de madera. Sus asesinos le prendieron fuego al vehículo. Unos transeúntes lograron sacar su cuerpo de entre los escombros, arrastrándolo.
La familia comenzó a planear el funeral de Santos al mismo tiempo que planificó su escape. Previo a la muerte de Santos, ya habían recibido varias amenazas. Pero la familia sabía que ahora ya no habría más avisos, que las amenazas pronto se materializarían en violación sexual, o muerte.
Esa primavera celebraron juntos el Día de las Madres. Una semana después lo mataron.
Para el 2013, Doña Amalia, sus dos hijas, algunos de sus nietos y bisnieta Dayani, ya habían logrado salir de su pueblo y llegado a Tegucigalpa, la capital del país, desde donde Doña Amalia se encargó de vender el ganado y otras posesiones de la familia. Lo que no pudieron vender, lo regalaron.
La familia usó el dinero de la venta del ganado para llegar a México –algunos a Chiapas, y otros al Distrito Federal. Desde esos lugares, en grupos pequeños, salieron hacia Estados Unidos en busca de asilo. Llegaron a la frontera estadounidense durante el primer año del segundo término del Presidente Barack Obama.
Doña Amalia y la tía salieron antes que el resto de la familia con la finalidad de prepararles un hogar y poder darles la bienvenida en un área rural de Carolina del Norte, donde muchos de sus familiares ya vivían. La mayor parte de estos familiares trabajaban pintando casas y en la construcción. Santos había vivido ahí, un lugar donde la población hondureña crece.
Doña Amalia y su hija se presentaron ante los oficiales de inmigración en la frontera con el fin de solicitar asilo. Ellas les dijeron a los oficiales que venían escapando de la violencia. Después de pasar la entrevista preliminar de miedo o temor creíble, la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés) las dejó salir para esperar su fecha de corte desde algún lugar dentro de Estados Unidos. Así es como ellas pudieron llegar a Carolina del Norte y encontrar un lugar donde vivir cerca de sus parientes.
La niña y su hermano llegaron a la frontera después, con otra tía y prima. Al igual que Doña Amalia y su hija, ellos les dijeron a los oficiales que buscaban asilo. Esto, de acuerdo a los documentos que se le dieron a la tía cuando ella solicitó ser la patrocinadora de los niños.
Miembros de la familia dijeron que a los cuatro los pusieron en una celda. No era tan fría como otras celdas que sí lo son, y a cada uno se le dio una sábana de aluminio para cubrirse por si fuera necesario. Horas después, se llevaron a la niña y a su hermano. Posteriormente, a la tía y a su hija se les dio permiso de salida para esperar su audiencia fuera de detención.
Los registros indican que los niños fueron puestos bajo la custodia de la ORR, y al cuido de una compañía contratista llamada Morrison Child & Family Services en Portland, Oregón, en noviembre del 2013. Los colocaron dentro de un programa llamado Micasa, el cual se especializa en el cuidado a corto plazo de niños no acompañados menores de 14 años. La niña tenía 10 años, y el niño 8.
Si el gobierno no puede colocar a un niño o niña con uno de los padres biológicos, los reglamentos de la ORR indican que el gobierno debe encontrar a otros familiares dentro del país que tengan la capacidad de cuidarlos. Por lo mismo, la familia pensó que sería una separación corta. Estaban seguros de que volverían a estar juntos en pocos meses, tal y como los mismos registros del gobierno indican es el tiempo promedio de separación.
Para la reunificación, la ORR clasifica a menores de edad dentro de cuatro categorías: Categoría 1 aplica a niños que tienen madre, padre, o guardián legal en Estados Unidos –como una madrastra o padrastro. Los niños en Categoría 2 son los que tienen familiares inmediatos –tíos, abuelos o primos. La Categoría 3 es para niños que tienen un patrocinador –pariente lejano o adulto no relacionado. A los niños sin patrocinador, se les coloca en Categoría 4.
La ORR no quiso decir en qué categoría colocó a la niña y a su hermano. A la tía que buscaba ser la patrocinadora, le pareció que al niño lo deberían de haber colocado en la Categoría 2, y a la niña, por ser hijastra, en la categoría 2, ó 3.
Todo patrocinador debe someterse a una revisión de sus antecedentes para comprobar, ante la ORR, que tiene la capacidad de cuidar a un niño. La tía de los niños estuvo completamente involucrada en tal proceso.
Dice que cada vez que un trabajador social o administrador de caso le pedía cualquier información nueva, ella la entregaba: certificado de nacimiento de Honduras, confirmación de nueva dirección en Carolina del Norte, y prueba de su salario de $1l la hora en su trabajo de construcción que mostraba que podía hacerse cargo de los niños. La tía estaba adaptándose a un país nuevo y sufriendo el reciente asesinato de su hijo, pero cumplió con todo lo que se le pedía.
Los familiares me proveyeron algunos de estos documentos, primero a través de textos, y luego en persona. Además, me compartieron correspondencia en la cual el gobierno estadounidense, de hecho, identificaba a la tía como la patrocinadora de los niños.
Un fax, fechado el 15 de agosto del 2014, dice que la administradora del caso de la niña en Morrison, en ese entonces, Yesenia Ávalos, mandó un plan. El plan incluía una guía con directrices detalladas para que se pudiera realizar la reunificación, y una lista de recursos de asistencia para cuando los niños salieran. El documento confirma que, en ese entonces, el gobierno anticipaba retornarle los niños a la familia. La portavoz de Morrison, Patricia DiNucci, no quiso comentar sobre el caso de los niños, ni indicar la cantidad de tiempo que los tuvieron ahí. Tampoco quiso contestar preguntas generales sobre la póliza de Morrison concerniente a su comunicación con patrocinadores.
“Favor de tomarse el tiempo para revisar y leer los documentos”, decía la portada en español, el lenguaje materno de la tía.
La tía dice que ella revisó el plan con otros miembros de la familia. Lo firmó y lo regresó por fax. Tres días después, Ávalos le mandó formularios para hacerle una revisión de antecedentes, los cuales la familia completó y firmó. Éstos también me los compartieron.
La tía dice que, durante ese primer año, la familia logró comunicarse con los niños un par de veces, usualmente por video-llamada. Pero que, en el lapso de ese tiempo, comenzaron a notar cambios en la niña. Ella les contaba que las reglas de la familia con quien vivía, eran demasiado estrictas. Y que lo que ella más quería era poder regresar con la familia que conocía y amaba.
Daisy Camacho-Thompson, profesora de psicología en la Universidad Estatal de California, Los Ángeles (CSULA, por sus siglas en inglés), y autora del informe sobre los efectos psicológicos que sufren los niños separados de sus familias, concluye que los niños de diez años, en la antesala de su adolescencia, son particularmente susceptibles al estrés.
“Es dañino para los niños, en cualquier periodo de su desarrollo, ser separados de un adulto con quien tienen lazos afectivos”, afirma Camacho-Thompson. “La adolescencia es un periodo sensible para todo ser humano, y el trauma durante esta fase, puede tener efectos físicos, psicológicos y fisiológicos a largo plazo, con repercusión en su desarrollo cognitivo y emocional”.
Las transiciones, como migrar a otro país, o incluso cambiar de escuela, son difíciles para un niño, dice Camacho-Thompson. El apoyo familiar puede disminuir los efectos que las transiciones tengan sobre un niño. Por otro lado, la separación familiar durante periodos de cambios significativos en la vida de un niño, puede exponerlo a algo que los investigadores llaman “estrés tóxico”, el cual puede tener efectos negativos a largo plazo. Entre más tiempo esté un niño separado de su familia, dice Camacho-Thompson, peor son las consecuencias.
Durante ese primer año separados, la tía no perdió la esperanza de la reunificación. En ese periodo, otros niños de la familia que también habían llegado a la frontera, habían sido procesados y puestos en custodia con otros parientes. La tía asumió que era sólo cuestión de tiempo para que a ella también le fueran entregados sus sobrinos.
Pero no se los entregaron. Al contrario, los niños fueron transferidos a otro programa de acogida temporal.
La familia no está muy segura de cuándo comenzó la niña a cortarse. En las video-llamadas, su abuela recuerda haberle visto cortadas en la parte interna del brazo, donde la piel es más suave. La niña les decía que odiaba su vida sin ellos, y que, en su desesperanza, deseaba quitarse la vida. En una ocasión, golpeó su cabeza tan fuerte contra una pared, que tuvo que ser hospitalizada. La tía y la abuela se enteraron del incidente a través de la niña, después de sucedido. La ORR nunca las llamó para informarles. Me dice la tía y la abuela que, en Honduras, la niña nunca antes se había hecho daño a sí misma.
A la niña no la hospitalizaron sólo por heridas auto infligidas. Doña Amalia y otros miembros de la familia recuerdan que la niña fue además sometida a una amigdalectomía, de la cual también se enteraron después de efectuada. La familia dice que la ORR no les informó, ni tampoco les dio la oportunidad de autorizar tal cirugía. Lo más seguro es que la familia no se hubiera opuesto, pero nunca se les consultó para esa toma de decisión médica, ni para cualquier otra.
Gordon, la abogada de inmigración, me dijo que el no consultarles a los familiares sobre decisiones médicas afectando a niños bajo custodia gubernamental, es estándar. “Yo no estoy enterada de ninguna póliza gubernamental que requiera del consentimiento de la familia para la toma de decisiones médicas”, me dijo.
A principios del 2015, el caso en deterioro, el proceso se vino abajo. La familia dejó de recibir llamadas de cualquier persona asociada con el caso de la niña. Y tampoco contestaban a sus llamadas telefónicas. La familia no volvería a escuchar a los niños, ni saber nada de ellos, durante cinco años.
Me dicen que llamaban y llamaban al número con el que previamente se comunicaban con los niños. Durante meses, no obtuvieron respuesta alguna, y eventualmente, la línea fue desconectada. Después, la familia se mudó varias veces dentro de Carolina del Norte, y en el trayecto, perdió algunos de los documentos de los niños. Otros se arruinaron con las inundaciones que sufrió el estado en el 2016. Pero otros documentos fueron cuidadosamente puestos a salvo en dos bolsas plásticas, y en una de ellas, encontré números de teléfono de la ex-trabajadora social de la niña. Uno de estos números estaba fuera de servicio, y el otro, tenía nuevo dueño no relacionado al sistema federal de albergues.
En algunas situaciones, como cuando la ORR descubre que algún miembro de la familia tiene antecedentes de abuso, o historial criminal, el gobierno opta por no colocar a niños con sus patrocinadores. Si de hecho esto es lo que sucedió en el caso de la niña, yo no he podido corroborarlo a través de ningún registro. Y a la familia nunca se le dijo. No hubo llamada, ni comunicación alguna por parte del gobierno que explicara tal situación.
Es cierto que la niña no está relacionada biológicamente a la tía ni a la abuela. La mamá de la niña la tuvo antes de involucrarse con el hijo de Doña Amalia, el papá del niño. Pero Doña Amalia crio a la niña en Honduras, igual que a su hermano. Siempre fue parte de la familia. Aun asumiendo que este detalle no le importara a la ORR –pues la familia nunca lo ocultó– ello sólo significaría que el estatus de la niña pudo haber cambiado de la categoría 2, a la 3. El proceso de patrocinio, además, ya iba bastante avanzado, hasta que repentinamente, lo anularon –sin comunicárselos ni darles explicación.
Desde que la Oficina de Reasentamiento de Refugiados (ORR, por sus siglas en inglés) desapareció a sus nietos, Doña Amalia no ha dejado de pensar en ellos. (FOTOGRAFÍA: Devyn Galindo para Reveal)
De día y de noche, Doña Amalia reza por sus dos nietos. Es lo primero que hace al despertar mientras hace el café. Y es lo último que hace antes de dormir. Todos en la familia extrañan a los niños, pero Doña Amalia, a sus 94 años de edad, es la que más se preocupa ante la posibilidad de no volverlos a ver jamás.
No es que Doña Amalia no haya tratado de saber qué ha pasado. Ella dice que se lo pide a Dios todos los días.
“¿Estarán muertos? ¿Cómo están Dios mío? ¿Cómo estarán mis niños? ¿Estarán sufriendo? ¿Estarán desnudos? ¿Tendrán hambre?”
Otros miembros de la familia sí lograron comunicarse con Yesenia Ávalos, la administradora del caso. Pero ni ella ni otros empleados les ayudaron con el retorno de los niños. La familia ya no sabía a quién acudir, y con el tiempo, fue también creciendo su miedo de ser deportados.
La familia le tenía pavor al gobierno –no sólo a sus autoridades, sino también a todo el que trabaja dentro del sistema de albergues.
Para la tía y otros miembros de la familia, un sistema que desaparecía a dos niños, podía también desaparecer a adultos. Los podría desaparecer dentro del sistema de detención. Los podría desaparecer regresándolos a Honduras, y muy posiblemente enviarlos a la muerte. O los podría desaparecer dentro de las garras de lo desconocido, como a sus niños.
Entonces rezaron. Lloraron. Y esperaron.
Doña Amalia se cercioró de enfatizar que la desaparición de sus nietos sucedió bajo el gobierno de Obama. “Nos dejó entrar, pero nos quitó a nuestros niños”.
En los días festivos, y no-festivos, en los cumpleaños, y no-cumpleaños, a la matriarca la consume la preocupación por sus nietos.
“¿Estarán muertos? ¿Cómo están Dios mío? ¿Cómo estarán mis niños? ¿Estarán sufriendo? ¿Estarán desnudos? ¿Tendrán hambre?”
Cuidar a sus gallinas le traía recuerdos de cuando la niña le ayudaba con esa labor en Honduras. Cocinar frijoles le recordaba al niño, cuando él almorzaba. Caminar le traía recuerdos de los niños corriendo felices entre los campos de café alrededor de su casa. Todo en su diario vivir le recordaba a ellos. El pensarlos continuamente se convirtió en parte de su ser.
A su esposo lo mataron hace unas décadas en una trifulca. A su nieto le dispararon y prendieron fuego. Doña Amalia ha conocido el hambre y la pobreza. Ha vivido la violencia y ha estado bajo amenaza de muerte. Pero ningún trauma ni dolor es más profundo que el de no saber nada de sus nietos.
Pasar tiempo con sus otros nietos y bisnietos le brinda mucha alegría. Pero el misterio de sus nietos le pesa. “Es como si estuvieran muertos. No sabíamos nada. Nada”, me dice.
Para la familia, esto no es una separación. Para ellos, esto es una desaparición.
La tía quería saber algo. Si yo logré localizarlos a ellos en Carolina del Norte, y a la niña en Oregón, ¿podía también localizar al niño?
Era improbable. Hay muy pocos registros públicos sobre menores. Los medios sociales podían ayudar –pero el nombre del niño es tan común que la búsqueda me retornó cientos de perfiles de niños. Me hice amiga de incontables niños de 14 años que tienen su mismo nombre. Les envié mensajes. Pero contestaban deseándome suerte; que no eran el niño a quien yo buscaba. El 11 de diciembre, sin embargo, estaba segura de haberlo encontrado. Me dio un número de teléfono, nos mandamos mensajes de texto, y lo llamé.
Sí, era el niño. Su voz se mostró sorprendida, pero tierna. Había estado viviendo con una familia de acogida en Massachusetts por varios años. Sí, la niña era su hermana. Y aunque no lo admitió inmediatamente, sí, su tía y Doña Amalia en Carolina del Norte lo habían criado en Honduras. Habla español, pero se siente mejor hablando en inglés. Habló un poco sobre sus clases favoritas, y las menos preferidas. Me contó que se sentía querido y apoyado por su nueva familia y que estaba feliz con ellos. Colgamos, pero nos dijimos que hablaríamos de nuevo.
“¿Te puedo llamar mañana con mi madrastra para que podamos seguir hablando?”, me escribió. Y añadió que tenía que dormirse pues debía ir a la escuela a la mañana siguiente.
“Está bien”, le contesté.
Un par de horas después, me llamó la mujer que cuida al niño, y a quien él llama su madrastra. Ella se mostró acogedora. Expresó sincero interés y compasión por el niño a quien dice había cuidado por casi cinco años. No me podía compartir mucho, pero tenía preguntas sobre si lo que el niño le había dicho era correcto –si su familia realmente estaba en Carolina del Norte. Yo le aseguré que sí.
El niño me autorizó informarle a su familia de su existencia en Massachusetts. En ese momento supe que debía hacerlo en persona. Imprimí varias fotos de él que bajé de la red, aclaré mi agenda, y concerté una fecha para reunirme con Doña Amalia, la tía y Dayani en persona. Conseguí un vuelo a Carolina del Norte y les dije que tenía algo que quería comunicarles personalmente.
Una semana después, sentados en torno a una mesa de centro y con lucecitas de navidad iluminándonos, le entregué a la familia fotos de su niño. ¿Lo irían a reconocer?, me pregunté.
Quedaron sin aliento.
“Mírenlo”.
“¡Tiene aretes!”
“¡Qué grande está!”
Entre sollozos, risa, e incredulidad, la familia confirmó que ese era su niño. Estaba mucho más alto y delgado que como lo recordaban. Era ahora un niño de 14 años. Doña Amalia no lo veía desde Chiapas, cuando él aún tenía 7 años.
“¿Y estas fotos?” preguntó Dayani, que ahora tiene 22. “¿Dónde está? ¿En qué parte de Estados Unidos está?”
“Está en Massachusetts”, le dije.
“¿Le has hablado?”
“Sí”, contesté.
Con una Tablet, les mostré la manera en que lo encontré en la red y compartí con ellas más fotos y videos de su página. Les dejé saber que el niño y su madrastra me dijeron que el niño había estado ocasionalmente en contacto con su hermana.
En los días siguientes, la familia se contactó con el niño y se dio cuenta de que el niño estaba bien. Ahora su mayor preocupación era la niña.
Una y otra vez me dijeron que, si yo lograba entablar comunicación con la niña, le hiciera llegar un mensaje: que la amaban, que la extrañaban y que querían que regresara a casa.
Doña Amalia sostiene documentos de inmigración, incluyendo algunos relacionados a su intento de sacar a sus nietos del sistema de custodia estadounidense. (FOTOGRAFÍA: Devyn Galindo para Reveal)
En septiembre del 2019, Jonathan Hayes, el designado de Trump para dirigir la Oficina de Reasentamiento de Refugiados se presentó ante un Comité de la Cámara de Representantes, levantó su mano derecha y proveyó testimonio bajo juramento.
“Yo creo que ningún niño debe permanecer bajo el cuidado de la ORR más tiempo del que sea necesario para encontrarle patrocinador”, dijo. Y añadió que la misión de la agencia es soltar a los niños lo más antes posible y garantizarles su seguridad. También alabó los esfuerzos de la ORR por reducir el tiempo que permanecen los niños bajo custodia.
Hayes testificó: “A finales de agosto del presente año, el promedio de tiempo que los niños están bajo la custodia del Departamento Federal de Sanidad y Seguridad (HHS, por sus siglas en inglés), es de aproximadamente 50 días, lo cual es una rebaja del 40% desde finales de noviembre del 2018, cuando el tiempo promedio de cuidado era de 90 días”.
El día que Hayes dio testimonio, Lydia Holt, portavoz de la ORR, no quiso decirme si Hayes sabía sobre el caso de la niña que había estado bajo su custodia más de 2,100 días. Me dijo que los “casos se le presentaban al Director Hayes según fuera necesario”.
Jonathan Hayes, director de la Oficina de Reasentamiento de Refugiados (ORR, por sus siglas en inglés), testifica ante la Cámara de Representantes el 19 de septiembre, del 2019. (FOTOGRAFÍA: Energy and Commerce Committee YouTube account)
Pero los seis años de detención de esta niña hondureña demuestran un sistema más inhumano que el descrito por Hayes ante la Cámara. Todos esos años bajo custodia federal manifiestan la profundidad de su crueldad.
Todo indica que, desde el primer día, a la niña no le gustó estar en detención. Micasa, el programa de Morrison y primer albergue de la niña, fue contratado por la ORR para proveerle acogida transicional a menores no acompañados.
Al igual que muchos otros contratistas de la ORR, Morrison ha tenido sus problemas. Documentos obtenidos por Judicial Watch a través de una solicitud de registro federal ese primer año de estadía de la niña, indican que el programa de acogida ya tenía registrado múltiples “reportes de incidentes significativos” –eventos cruciales que habían suscitado reportes gubernamentales federales. De acuerdo a mis revisiones de estos registros, varios de estos reportes incluyen denuncias de presuntos abusos a menores. En julio del 2014, una niña declaró que su familia de acogida era física y emocionalmente abusiva. Menos de tres meses después, otro niño reveló que su familia de acogida lo restringía, haciéndolo permanecer en su dormitorio. Y días después, según los registros, un trabajador social reportó que un empleado había disciplinado físicamente a un niño.
En una declaración en la corte federal del 2018, una madre detalló la manera en que Morrison la mantuvo separada de su hijo. Afirma que el administrador de caso de Morrison, le dijo que no necesitaba proveer huellas digitales. Más tarde, ella se enteró de que de hecho sí necesitaba proveer sus huellas, pero al administrador se le había olvidado informarle y no le proveyó ningún detalle de la cita que se le dio. Después le dijeron que las huellas digitales de su esposo se habían extraviado. En el transcurso de este proceso transfirieron a su hijo a Florida, donde se enfermó y tuvo que ser hospitalizado. De acuerdo a la declaración, firmada el 6 de febrero del 2018, “Nadie de Morrison, ni del gobierno, me ha proveído información sobre la salud de mi hijo, ni sobre sus estudios, o resultados de tratamientos médicos que recibe”. La declaración de la madre se dio en relación al Acuerdo Judicial Flores, el cual guía el tratamiento gubernamental de menores no acompañados. Poco tiempo después, un registro federal indica que el niño fue puesto en libertad.
DiNucci, la portavoz de Morrison, no contestó mi solicitud de comentarios en torno a estas alegaciones.
Varias fuentes indican que, hacia finales de octubre del 2014, la niña en ese entonces de 11 años, y el niño de 9, fueron transferidos a otra casa de acogida administrada por Ascentria Care Alliance, en Massachusetts, al otro lado del país. Ascentria no respondió a mis preguntas inmediatamente.
Personas familiarizadas con el caso de la niña en Massachusetts dicen que algún incidente muy serio sucedió ahí, a tal extremo que el gobierno federal la separó de su hermano a principios del 2015. Desde su llegada a Estados Unidos, esa sería la última vez que la niña estaría cerca de un familiar. Fue durante ese mismo tiempo, de acuerdo a Dayani, Doña Amalia, y la tía, que todo contacto con ella se suspendió.
Los reglamentos de conducta para los empleados y los residentes del sistema de albergues federal, estipulan que tocar a un menor es estrictamente prohibido. Si todos, dentro del albergue, de hecho han respetado tal reglamento, ello significa que la niña no ha recibido ningún abrazo, ni se ha tomado de la mano con alguien, en casi cinco años.
Estudios demuestran que los vínculos afectivos son esenciales para el desarrollo humano durante la adolescencia.
“Piensa en todas las cosas que te enseñaron aquellos a quienes les importaste durante esa edad, sobre cómo ser un ser humano”, dice Camacho-Thompson, especialista en crecimiento y desarrollo del niño. “Esas lecciones no se aprenden entre los 40 y 47 años. Se aprenden entre los 10 y los 17”.
El tiempo que la niña ha vivido en aislamiento es precisamente el periodo en que la mayoría de los adolescentes aprenden lo que significa ser una persona dentro de una sociedad.
“Los trastornos como la depresión, la ansiedad, y el estrés postraumático, pueden ser el resultado de traumas que ocurren durante la adolescencia”, dice Camacho-Thompson. “El trauma, durante ese periodo, puede afectar a la persona de por vida”.
Después de separados, al niño lo llevaron a un nuevo hogar de acogida en Massachusetts, donde permanece hasta el día de hoy. Pero a la niña, la introdujeron aún más al sistema de la ORR.
Cuando los niños que están solos y detenidos manifiestan problemas conductuales, la ORR a veces los manda a centros terapéuticos como el de SandyPines Residential Treatment Center, en Tequesta, al norte de Miami. Fuentes indican que la niña estuvo ahí cuatro meses.
Su traslado a Tequesta coincide con el periodo en que la familia de la niña dice haber perdido contacto con ella. Recuerdan haber hablado con ella, alguna vez, mientras recibía cuidado médico, y a SandyPines se le conoce localmente como un hospital, pero no están seguras si hablaron con ella estando ella ahí. En el transcurso del año que tuvieron comunicación, recuerdan haberla oído mencionar Oregón y Massachusetts, pero la niña nunca habló de Florida.
Su tiempo en SandyPines fue relativamente corto. Para julio del 2015, hay fuentes que indican que ya la habían trasladado a otro centro, uno que se ha dado infamemente a conocer por su inducción forzada de drogas a niños no acompañados.
Dos veces colocaron a la niña en Shiloh Treatment Center, un centro de tratamiento destinado para niños no acompañados cerca de Manvel, Texas, con un historial de medicar ilegalmente a niños sin el consentimiento de sus padres o guardianes legales, según el dictamen de un juez de Estados Unidos. (FOTOGRAFÍA: Pu Ying Huang/The Texas Tribune)
Shiloh está compuesto de casas prefabricadas y viejas en Manville, Texas. Yo he hablado con niños y familiares involucrados en siete distintos casos de niños migrantes detenidos ahí.
Sus relatos, y los documentos de la corte, describen a Shiloh como un lugar horroroso. Dicen que ahí a los niños los sujetaban a la fuerza para suministrarles potentes medicamentos psicotrópicos. De acuerdo a las declaraciones juradas, a los niños se les decía que no podrían ver a sus padres al menos que tomaran sus medicamentos. A uno de estos niños se le prescribió un poderoso coctel diario de medicamentos que incluían un antipsicótico, un antidepresivo, y un anti-Parkinson, medicinas comúnmente utilizadas para tratar a pacientes con psicosis. Según los documentos, los efectos de este coctel dejaron a algunos niños sin poder caminar, con miedo a las personas, y con somnolencia constante.
Muchos reportes también acusan a Shiloh de violencia y abuso sexual.
Por ejemplo, mientras la niña se encontraba ahí, los registros del sheriff local indican que alguien dentro de Shiloh llamó para reportar un incidente de asalto sexual. “Los niños ahí todos hablan español”, se lee en las anotaciones de esa llamada. Asimismo, se registra una entrevista a un menor, en la que el menor revela que se dio “otra relación inapropiada con un empleado”. La Oficina del Sheriff del Condado de Brazoria no retornó mis llamadas ni quiso comentar al respecto.
Sólo cinco días después de haber llegado la niña a Shiloh, la policía recibió una llamada de alguien que cree saber que “uno de los empleados está físicamente abusando a los niños”, indican los registros policiales.
Y seis meses antes de que la niña llegara, la policía grabó una llamada proveniente de Shiloh. La persona que llamó quería informarles que, de acuerdo a un nuevo mandato federal, ellos tenían que reportar a las autoridades policiacas “todo contacto” que hubiese entre los residentes de Shiloh y los empleados. La persona que llamó además comunicó que ya se habían dado “tres incidentes de contacto entre (los residentes) y los empleados”, pero que “no quieren presentar cargos contra esas personas”. El registro muestra que la llamada fue hecha de un número que le pertenece a Luis Valdez, para ese entonces, administrador de Shiloh. Valdez no contestó mis llamadas ni ofreció comentario alguno. Y cuando llamé a Shiloh, me colgaron el teléfono, pero no sin antes decirme que llamara a la ORR en Washington D.C.
A los niños los sujetaban a la fuerza para suministrarles potentes medicamentos psicotrópicos.
Transcurrió un año y la niña cumplió trece años en Shiloh, según las fuentes. Después transcurrió otro, y cumplió 14. A finales del 2017, fue de nuevo transferida –esta vez a un albergue en Nueva York.
Según se sabe, la niña estuvo alrededor de ocho meses en el Children’s Village, en Dobbs Ferry, Nueva York.
El año pasado, el Inspector General del Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos, emitió un reporte enumerando una serie de fallas en sus operaciones. “El Children’s Village no cumplió, ni documentó, que había cumplido con ciertos requisitos para el cuidado y la entrega de los niños bajo custodia en 46 de los 50 expedientes revisados. El reporte incluye fotografías de duchas insalubres, paredes de dormitorios en mal estado, y además cuestiona la calidad del sistema de registros de su proveedor. También señala deficiencias en la práctica de entrega de niños a patrocinadores. En ese reporte el Inspector General le recomienda al Children’s Village regresarle al gobierno cerca de 3 millones de dólares, por lo que cataloga como gastos subvencionados no permitidos.
Las denuncias de abuso sexual contra el Children’s Village datan de hace 40 años. Más recientemente, en el 2012, una maestra fue despedida después de haberle mandado fotografías donde lucía desnuda a un niño de 15 años dentro del Children’s Village. Un año después, a un terapista se le acusó de pisotear la cara de un niño cuando el niño estaba inmovilizado.
A mediados del 2018, a la edad de 15 años, regresaron a la niña a Shiloh, donde pasaría casi un año y medio antes de ser trasladada nuevamente.
Mientras cursaba su segunda estadía en Shiloh, en julio del 2018, una jueza federal dictaminó que la ORR había violado leyes del estado de Texas requiriendo el consentimiento de los padres para el suministro de medicamentos a menores. La Jueza Dolly M. Gee dictaminó que Shiloh debía suspender tal suministro, y ordenó que todos los niños migrantes fueran reubicados, al menos de que un psiquiatra o psicólogo colegiado lo diagnosticara como peligroso para el niño, o para otros. Bajo la ley de Texas, escribió Gee, “los padres tienen el derecho de autorizar el tratamiento médico psiquiátrico o psicológico de sus hijos… en caso de que no se pueda contactar a uno de los padres biológicos, otros familiares adultos tienen ese derecho”. La corte descubrió que los mismos empleados de Shiloh eran quienes firmaban dicha autorización.
A la familia de la niña nunca se le informó si la niña alguna vez se encontró entre esos niños forzadamente medicados. Este hecho le preocupa constantemente a la familia.
En septiembre del 2019, transfirieron a la niña nuevamente. Esta vez de regreso a Morrison, en Portland, Oregón, donde aún se encuentra hoy. Ahí cumplió 17 años. Otro año más, y será transferida al sistema de detención del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), donde será puesta en un centro de detención para adultos.
Marcela Cartagena laboró como trabajadora social y asistente de educación en Morrison por casi año y medio desde finales del 2015. Comenta que el programa educativo de Morrison era un fraude, a pesar de los esfuerzos de varios individuos por apoyar a los jóvenes en su proceso de aprendizaje.
Algunas veces, dice, algún maestro mostraba un video sobre animales de YouTube, y lo llamaba ciencia. Otro video sobre volcanes en erupción conformaba la clase de geografía. Aun cuando se planificaban las lecciones y de alguna manera se seguían, el maestro, o la maestra, sólo tenía material para tres meses, pues ningún niño, se suponía, debía estar bajo la custodia de la ORR por más tiempo. De acuerdo a Cartagena, los niños que están en Morrison después de esos tres meses muy difícilmente reciben material educativo nuevo. El sistema no tiene mucho que ofrecerles.
“A los tres meses, los niños han perdido la motivación”, dice Cartagena. “Su salud mental comienza a deteriorarse y los niños pierden la esperanza”.
Cartagena recuerda que la mayor parte de los niños llegaban con poca destreza de lectura. Me cuenta cómo los niños entraban muy motivados por aprender el abecedario, pero después de tres meses, su interés disminuía por el material repetitivo. La portavoz de Morrison, Patricia DiNucci, no contestó a mis preguntas sobre el programa educativo del albergue.
Daisy Camacho-Thompson, la profesora de psicología, estudia la manera en que la motivación académica pronostica el éxito. Cuando le compartí detalles sobre la experiencia educativa de la niña durante estos últimos años, ella se preguntó qué valor tendría la educación para la niña, dado el grado de trauma que ha experimentado.
Camacho-Thompson dijo que el estrés constante de la niña podría haber disminuido su interés por aprender, y añadió que, “El cuerpo de uno aprende a cómo reaccionar ante el estrés y al hecho de que te muevan de lugar a lugar mientras piensas que tu familia te ha abandonado”.
A los trabajadores sociales de niños no acompañados en los albergues, suele acusárseles o elogiárseles. Siendo los que más contacto tienen con los patrocinadores, los trabajadores sociales tienen la responsabilidad de comunicar detalles sobre el proceso de reunificación a familiares desesperados por volver a ver a sus niños. Estos trabajadores, sin embargo, tienen las manos atadas. Los funcionarios de la ORR son quienes ultimadamente toman la decisión final sobre cada caso. Ellos son quienes deciden si retornar al menor de edad a sus familiares, o transferirlo a otro centro.
Además de los trabajadores sociales y los administradores que han trabajado en el caso de la niña, en el mismo también han trabajado por lo menos una defensora de menores y varios abogados. Pero estas relaciones han sido, por lo general, temporales.
Los trabajadores sociales y administradores de caso típicamente son empleados por los albergues o los centros de tratamiento. Katharine Gordon, la abogada de inmigración, dijo que, en su experiencia, “siempre y cuando un trabajador social permanezca en la organización, ese trabajador social permanece trabajando los casos que ahí se le asignan. Sin embargo, he sabido de casos de niños que han tenido más de cinco trabajadores sociales porque los trabajadores renuncian, dejándole sus casos a un nuevo trabajador”.
Y cada vez que un niño es transferido a una nueva localidad dentro del sistema, se le asigna un nuevo trabajador social y un nuevo administrador de caso, dice Gordon. La niña ha sido transferida al menos seis veces.
Otro de los problemas con la detención prolongada de niños bajo custodia federal, es la falta de representación legal continua, lo cual puede resultar en una pérdida de oportunidades que, de otra forma, podrían resolver satisfactoriamente el caso.
Sofía Linarte, una abogada que trabaja con Catholic Charities Community Services de la Arquidiócesis de Nueva York, era la abogada registrada de la niña esa tarde de enero en la corte de inmigración en Portland. Pero la abogada que anteriormente la representó ante el Juez Zanfardino, era Caryn Crosthwait, quien trabaja con Immigration Counseling Service. Virginia Maynes, una colega de Crosthwait, en algún momento también representó a la niña.
Las tres abogadas trabajan con organizaciones que son parte de la red nacional de proveedores de servicios legales financiados por la ORR.
Cada vez que un niño es transferido a una nueva localidad dentro del sistema, se le asigna un nuevo trabajador social y un nuevo administrador de caso.
La niña también tiene una defensora de menores, Pamela Nickell, quien trabaja con el Young Center for Immigrant Children’s Rights, otro contratista de la ORR. Mientras que las abogadas de la niña la representan en función de clienta, el trabajo de Nickell es determinar qué es lo más adecuado para ella –porque lo que una niña quiere, y lo que es mejor para esa niña, no es necesariamente lo mismo.
Durante varias semanas, he tratado de entablar comunicación con cualquier persona que haya estado, o esté, involucrada en el caso de la niña, pero nadie ha querido hablar sobre el caso.
Las tres abogadas que yo identifiqué, Linarte, Crosthwait, y Maynes, dijeron que no podían hablarme por cuestiones de confidencialidad. Nickell, su defensora, no me respondió. Yo llamé y le escribí a Isabel Ríos, la administradora del caso en Morrison, pero ella tampoco me contestó. Pedí una entrevista con el Juez Zanfardino, pero la portavoz de la corte, Kathryn Mattingly, me escribió diciéndome que los jueces no dan entrevistas. Y añadió, por correo electrónico, que, “Los jueces de inmigración consideran toda la evidencia y los argumentos presentados por ambas partes, y deciden cada caso a su tiempo, de manera imparcial, y consistente con la ley y el caso”.
El albergue de Children’s Village me dijo que cualquier pregunta sobre un menor no acompañado debe ser dirigida hacia la ORR. Cuando me contacté con la ORR, inicialmente me contestaron por escrito. El portavoz Patrick Fisher, me proveyó pólizas generales de la agencia y algunos datos recientes sobre el trabajo de reunificación familiar de la agencia. La ORR, dijo, reunificó a 72,593 niños en año fiscal del 2019, cifra a la que él se refirió como “el más numeroso en la historia del programa”. Fisher dijo que la póliza de la agencia, de hecho, es no comentar sobre casos específicos, aunque la ORR misma, me pidió identificar a la niña en cuestión, lo cual hice.
“Debemos aquí reiterar que la ORR evalúa a los potenciales patrocinadores en su habilidad de proveer bienestar físico y mental a niños”, se lee en la declaración de Fisher. “La mayoría de niños no acompañados (UAC, por sus siglas en inglés) son entregados a patrocinadores adecuados que son miembros de la familia y que viven dentro de Estados Unidos, mientras el menor espera su audiencia de inmigración”.
En un correo posterior, Lydia Holt, la portavoz de la ORR, dijo que cada caso es diferente, y que el generalizar en base a un caso individual, resultaría en una representación errónea de las operaciones de la agencia”.
DiNucci, la portavoz de Morrison, dijo que no podía discutir nada relacionado a ningún caso en particular dentro del programa. ICE me dijo lo mismo, y añadió que tampoco discuten el historial médico de un menor.
Si, por cualquier razón, el gobierno federal o sus contratistas decidieran que la niña y el niño no pueden reunificarse con su familia en Carolina del Norte, al menos al niño se le ubicó con una familia afectuosa que está dispuesta a cuidarlo a largo plazo. Pero su hermana ha sido trasladada a siete diferentes lugares en cinco diferentes estados.
El hermano tiene la libertad de ser niño, de ser bueno, de ser malo, de tomar decisiones reales. Tiene una presencia activa en los medios sociales. Es bilingüe y disfruta de las asignaturas de lectura de su clase de inglés en la secundaria. Ha recibido educación durante los últimos cinco años de su vida, y ha tenido la presencia continua y estable de una figura materna, como también la oportunidad de cultivar amistades.
Pero la niña le dijo a Doña Amalia que aún es incapaz de leer en cualquier de los dos idiomas. Puede hablar en español, pero sólo conoce algunas palabras en inglés. Para ella, el marco de tiempo dentro del cual es más fácil adquirir un idioma, se ha cerrado. Ha estado en situaciones donde “portarse mal” ha significado sufrir consecuencias drásticas; situaciones en las que no hay amistades o adultos constantemente a su lado. Tampoco puede comunicarse con su hermano a través de los medios sociales, pues tampoco tiene teléfono propio.
El niño ha disfrutado de la libertad y de una familia cariñosa mientras que, a la niña, se le robó su niñez. Y a un año de cumplir los 18, los años fugaces de su adolescencia también se le han desvanecido en detención.
Doña Amalia dijo algo que me quedó grabado.
“La enterraron”, dijo. “La enterraron”.
No mucho después de haberle pasado esos papeles a la niña en el lobby de la corte de Portland, los cuales incluían el teléfono de la tía, por fin, después de cinco años, alguien del sistema de albergues, contactó a la familia. Isabel Ríos, quien se identificó como la actual administradora de su caso –y quien fue la chaperona aquel día en la corte– dijo que la niña quería hablar con Doña Amalia. Ríos les dijo que la llamada debía de efectuarse en algún momento entre lunes y viernes, ya que no trabajaba los fines de semana.
Doña Amalia carece de un celular. Lograr esa llamada significó que otro miembro de la familia tuvo que abandonar ese día su trabajo para llegar a casa de Doña Amalia el 23 de enero con un celular. Y así fue como Doña Amalia logró ver, por video-llamada, a la niña que había extrañado por años. Una semana después, la abuela me relató los detalles de esa conversación.
La niña habló primero. “Hola abuela”, dijo.
Doña Amalia empezó a llorar y le dijo a su nieta, “Te he llorado durante siete años”.
La niña le contó que de nuevo se había estado cortando. Le dijo que había pedido ser deportada y que se regresaba a Honduras. Doña Amalia la alertó sobre lo que la esperaba allá. “¿Qué vas a hacer allá? Te vas a perder. Vas a criar niños. ¿Vas a andar de hombre en hombre? A eso es a lo que vas”. Y le dijo a la niña que no se fuera.
La niña le dijo que pensó que su familia la había abandonado. Que sólo llamaba para despedirse.
Unos días después, Dayani le dio a la niña un mejor panorama de lo que la esperaba en Honduras. Dayani también pasó tiempo en un albergue de la ORR en Texas, y recuerda la desesperación que ella sentía estando ahí. Ha estado dentro y fuera del sistema de detención. Pero siendo algunos años mayor que su prima, tiene más grabado el recuerdo de Honduras.
Dayani le dijo a la niña que, en Honduras, los hombres la seguirían y no habría nadie para protegerla. No siempre tendría comida para comer, o ropa para vestirse. Si sobrevivía la amenazante violencia que define a su pueblo, se quebraría la espalda trabajando por muy poco dinero. En Carolina del Norte, sin embargo, tendría una familia que la apoya, su propio cuarto, y su propio celular.
Después de hablar por un tiempo, la niña cedió y le dijo a Dayani que estaba bien, que prefería irse a Carolina del Norte ahora que sabía que su familia la quería. Pero dijo que ya era muy tarde: su petición de salida voluntaria había sido aprobada.
“Le dije que ella tenía derecho de pedir su cancelación”, me dijo Dayani. Me comunicó que la niña le dijo que hablaría con su abogada o encontraría a alguien más que la ayudara a quedarse.
Dayani le dijo a la niña que, en Honduras, los hombres la seguirían y no habría nadie para protegerla.
Días después, la administradora del caso de la niña le preguntó a la familia en Carolina del Norte si tenían algún número telefónico o manera de contactar a la madre biológica en Honduras. Poco después, la madre biológica dice que también recibió una llamada y que habló con su hija por primera vez en ocho años.
Después de esa llamada, me contacté con la madre biológica. Me dijo que su hija prefería quedarse con su familia en Estados Unidos. La madre biológica, cuyo esposo fue asesinado, está criando sola a dos hijos con dinero que gana lavándole la ropa a su vecino. Dice que también quiere que su hija se quede en Estados Unidos.
“La niña debe estar con su familia”, me dijo la madre. “Y esa familia es Doña Amalia”.
La mamá le dijo a la persona que la llamó –alguien que hablaba español y que parecía ser administradora de casos, o abogada, o alguien del gobierno, pensó– que quería que su hija se quedara con las personas que la criaron.
Pero la madre biológica dijo que la persona al otro lado de la línea, le dijo que ya nada se podía hacer ahora que el juez le había autorizado la salida voluntaria. Derrotada, la madre se resignó y le dijo a esa persona que la niña podía venir a vivir con ella –pero que no esperara mucho.
“Si ese es el resultado, y ella se viene a vivir acá, no tendrá mucha comida, y caminará descalza, como yo”, me dijo.
La madre dijo que la persona que la llamó no le informó que su hija aún tenía la opción de reabrir el caso.
Miembros de la familia me dijeron, hace poco más de una semana, que personas relacionadas al caso de la niña, habían llegado al pueblo de la familia en Honduras. Varios miembros de la comunidad le dijeron a la familia que los visitantes hicieron preguntas acerca de la madre biológica y sus vecinos como parte de una evaluación que determinará si la niña será, o no, retornada a su país.
Ahora, dice la familia, están a la espera. Pero la administradora de casos está ignorando la mayoría de sus llamadas, al igual que antes.
No saben lo que está sucediendo con su niña. Y están aterrorizadas de volverla a perder.
Reveal optó por no revelar el nombre de la niña, ni el de su hermano, ni el de su madre biológica con la finalidad de proteger la privacidad de los menores. Sus tías pidieron no ser nombradas por temor a repercusiones de las autoridades migratorias.
Esto es parte de una serie. Déjenos su contacto enReveal’s newsletterpara información sobre el próximo episodio.
Patrik Michels contribuyó reportando para esta historia. Fue editada por Andrew Donohue, Esther Kaplan, y revisada por Stephanie Rice.
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Aura Bogado is a senior reporter and producer at Reveal and a 2022 Andrew Carnegie Fellow. Her impact-driven work covers immigration, with a focus on migrant children in federal custody. She's earned an Edward R. Murrow Award, a Hillman Prize and an Investigative Reporters & Editors FOI Award, and she was a finalist for a National Magazine Award and an Emmy nominee. Bogado was a 2021 data fellow at the Center for Health Journalism at the University of Southern California Annenberg School for Communication & Journalism. She was previously a staff writer at Grist, where she wrote about the intersection of race and the environment, and also worked for Colorlines and The Nation.